Trabajar, también, fuera de casa

Voy a decir algo que me llevará al patíbulo del feminismo: para una madre trabajar –fuera de casa, se entiende, dentro trabajamos todas, aunque algunas, eso sí, a jornada completa- es algo así como nadar contracorriente. Cuando no tienes hijos, todo va estupendamente, te parece lo más normal salir de casa a ganarte el pan, que para eso te has preparado, y cuando oyes hablar de las dificultades de ser madre trabajadora te parece que eso es problema de otras con menos agallas que tú. Ja! Hasta que llega el día que te encuentras con uno o dos churumbeles y sientes, de repente, como que el mundo entero se ha confabulado en contra tuya, de tu carrera y de tu ilusa pretensión de desarrollar una carrera profesional. Y ya no te digo nada si las criaturas, arteras como pocas, se ponen a hacerte chantaje emocional, porque los niños, por muy igualitario que sea todo en su hogar, como es en el mío donde el padre y yo siempre hemos trabajado por igual dentro y fuera, parece como si tuvieran grabada en el ADN la división de roles (esto habría que investigarlo). Mi hijo mayor en cuanto aprendió a hablar me soltó esta perla: «Mamita, ¿por qué en vez de ir a trabajar te quedas en casita y me preparas la comidita?» y a mi cada –ita de esos se me clavaba en el alma. Obviamente eso nunca se lo dijo a su padre. Ni se le ocurrió. Y ahora el pequeño, que prácticamente aún no habla, ha cogido la manía de irrumpir a diario en el rincón donde tengo mi minúsculo estudio y trato de trabajar, para chillarle al ordenador: «Malo, malo», y me agarra de la mano, y dice «papa, ahí, mamá, no», y me arrastra al sofá del comedor. Sólo le falta traerme la caja de la costura

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